La resurrección de Nilita /
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1.

Don Paulino Orta

El primer rostro, evocado y querido, de un independentista al que ví, traté y guardé en mi corazón (y de modo físico, por su fotografía pues estamos juntos, en improvisado grupo) es el de Don Paulino. Digo mi primer evocado como luchador anticolonial en el sentido de que él no es parte de la iconografía consagrada, como sería el Dr. Ramón E. Betances, Eugenio M. de Hostos, De Diego, o ya en los '50, el Maestro Albizu Campos y el Dr. Gilberto Concepción de Gracia. En la historiografía, toma años, lo mismo que dolores y martirilogios, para que se fijen los rostros de valor patrio, de modos tan rememorativos y ejemplares... Hoy como ayer, son las personalidades evocables.

Estos mencionados son ya parte del imaginario nacional e inclusive del proceso de informar lo oficial, lo inevitablemente consabido y admitido. Son los innegables, inocultables, siempre imprescindibles. Valdría preguntarse por Gerardo Forrest Vélez, pepiniano heroico. Aún por otros con el abolengo de la rebelión de Lares, cuya sangre se derramó en la Plaza Rey Alfonso XII (hoy Baldorioty) de mi pueblo y, sólo así, yuxtaponerlos ante la experiencia de Don Paulino. Pues bien, la iconografía y la cultura oficial, ya dio cuenta de ellos. De unos más que otros. Cierto. Y ahora, cuando pregunto por los que ví y guardé en mi corazón como patriotas, me refiero a otras cosas y otras gentes... Mi padre y don Paulino tendrían en común decir que son muchos y que, en la vida histórica, lo que cuenta es la convivencia y la búsqueda de los que patrocinan el bien y el amor.

Don Paulino fue un hombre local, nacido en los campos de Pepino y, a mi juicio, símbolo del jíbaro soñador, leal a la tarea de preparar un camino, cuidar su ruta hacia la libertad y avivar la cohesión de la puertorriqueñidad. Para tan delicada tarea no contaría con otra cosa que su presencia, abrir o cerrar un comité local del Partido, recibir al que llegara, cooperar en todo, sea mucho o sea poco. Sería una sombra que da sombra cuando la luz sofocara y encandilara demasiado.

¿Por qué pedir más?

El habría dado la vida por la patria si se la hubieran pedido. Le tocó meditar sobre el asunto varias veces. Don Paulino agradeció con generosidad cuando la nación dio los mártires de Lares y los masacrados en Ponce y los abaleados en el decenio del '50. Tenía en su memoria muchas cosas de la historia nuestra.

Son más que imprescindibles, hombres de inevitable destino, los que son como él. Con Don Paulino sucede, si algún hito o grandiosa cosa, que se le ha amado por la virtud de servir entre los oportunos, no como un combatiente ausente, en los rincones de sus propios rumbos y chiscones. Fue él un vecino que, como José de Arimatea ante el Senedrin, pidió el respeto y reverencia para los cuerpos de los héroes, mártires e inocentes. Pidió el cadáver de Jesús para sepultarlo con la dignidad debida. Sabía del Maestro valioso y fue a consagrar una piedra ante su tumba, si bien fue crucificado como proscrito.

Para sí, el Viejo Orta no pediría nada. Ni una atención mínima ni una mención que lo gloríase. Fue de la cepa de los cuidadores, consoladores, vigías y uno de los que riegan con agua fresca las flores del jardín de la libertad y la esperanza. Eso es virtud y philía, como amistad y amor. ¿Puede la sociología y la historiografía explicarlo todo?

«¿Por qué se hizo independentista, don Paulino?», le preguntaba.

«... porque la libertad es algo que falta, así como es el amor... necesidad de algo, de amistad, de mujer, de belleza, o de compañía. Sin la libertad, como sin amor, no hay armonía. El mundo puede ser muy pesado, muy duro», algo así fue lo que dijo. «Y duro ha sido porque falta la libertad todavía».

«Yo creí que usted era el independentista más antiguo de Pepino, como decir un fundador o precursor, si bien sé que fue de los primeros del PIP».

«Lo segundo es verdad. Soy pipiolo desde que oí a Don Gilberto Concepción de Gracia por primera vez; pero antes de eso, admiré a Antonio Barceló. Hay patriotas que no tienen que tener, digamos, un partido o un grupo que los identifique... Me tentó ir a dar el voto para el Partido de la Alianza, que existía poco antes de 1930 y luego, quise ir y votar con los Liberales, un partido en el que estuvo Muñoz Marín y fue el segundo partido más importante de Puerto Rico. Muñoz Marín era más pro-independentista en ese tiempo que el mismo Barceló, quien se había separado de la Alianza».

«¿Y qué cosas decían en los mítines y que hizo que usted cambiara y no votara ni por la Alianza ni por los Liberales? ¿O qué cosa proponían esos partidos para que pensara originalmente en apoyarlos?»

«Lo mismo que se diría hoy o que falta por decir. Que es más o menos la vieja y no oída cantaleta: la necesidad de resistir los intereses económicos de los poderosos, antes el absentismo, el control de la industria del azúcar que estaba en manos de los 'americanos', dar educación a los obreros, hogar propio a los arrimados y alimentación suficiente a los pobres. En tiempos de la Depresión y La Colchoneta, no imaginarías tú lo que fue la vida del jibarito y de una inmensa mayoría de la gente del país que vivió en hambre. Cuando no hay educación, te enteras muy pobremente de lo que sucede y de las actitudes cobardes de los políticos. Yo no votaba; no, antes yo no votaba, no valía la pena. Si la gente vendía el voto a los Echeandía, por unos pesos o una botella de alcohol; pero quería entender lo que pasaba... De los poquitos políticos que se interesaban en educar, en hablar al pueblo con términos sencillos, uno fue Barceló; al menos, ya viejo después de haber sido el primer presidente del Senado, cuando se le creó el puestecito bajo la Ley Jones». Es decir, en 1917. «Pero, en la colonia, se enojan unos con otros. Se vive del enojo como antes del puestito y la recomendación». En 1929, ya Barceló está enojado con los personajes del Partido Federal, «él, quien había sido un alzacolas pa' Muñoz Rivera».

«¿Cuál es la causa de esos enojos?», pregunté.

«El continuismo del miedo, el acomodo. El chantaje. Muñoz Rivera, como su hijo, Muñoz Marín, dicen ésto al país y la gente se lo cree: Seamos mejor aliados de los Estados Unidos, del Aguila del Norte, que una Patria Boba, o un ratoncito en la boca del león. Esto es cuestión de paciencia y barajar. Desde que se comenzó a discursar mucho sobre la transición de la autonomía, con la independencia al final, como culminación y resultado, a la larga el resultado fue que el país se vició. La necesidad de algo, quizás lo más esencial, valor y libertad, se pospuso hasta el cinismo», concluyó esa vez el jíbaro de _________________.

Don Paulino proviene de una ---------------insert----

Me ví a la sombra de Don Paulino y quise aprender mucho de lo que supo. Con él podía darme el gusto de preguntar sobre los pioneros locales en la lucha por nuestra libertad y sus sacrificios. El dio los nombres que pudo y yo terminé olvidándolos, por la inexperiencia de mi juventud. Así de malagradecidos somos si no guardamos en el corazón a la gente. Ni entregamos como nuestro quehacer lo que él dio y practicó tanto: la virtud de la continuidad, la memoria de la continuidad.

Una vez me sorprendió que Don Paulino saludara a mi padre con quien iba yo casualmente por una calle, cercana al Comité del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP) en San Sebastián. Después que saludó a mi padre, comentó para que yo me instruyera: Don Tito es de los fundadores. Un árbol de roble de los viejos. Acacia de verdor perpetuo. Sólo un Orta de campo hablaría con esa belleza de sentido y con imágenes.

Me sentí muy orgulloso de ambos, Don Tito, mi padre y don Paulino. Al segundo lo apodaban el Viejo Orta, pues, ya tenía el pelo blanco por las canas. Y el detalle se contrastaba con su rostro muy curtido de sol; su delgadez fibrosa, su cuerpo espigado y su altura. Contrario a mi padre, sonreía y reía por cualquier cosa. Sabía ir de la seriedad y la atención profunda a un chascarrillo que aplacara las tensiones o la demasiada rigidez y preocupación.

Obviamente, yo no creí que fuera el primer organizador independentista en el Pueblo del Pepino; pero sí entonces fue de los primeros miembros del PIP, uno de los más antiguos de una cepa que siguió a Concepción de Gracia como su dirigente e ideólogo máximo. No hablaba de política tan estúpida y petulantemente como se estila hoy. La cuestión patria no fue su guachafita criolla.

«No sabía que conocías a don Paulino», dije a papá. Me recordé que papá, quizás por la amistad con Taro (un carambainas), le dedicaba sus ratos para regañarlo, o repasar las muchas invasiones que había realizado el Imperio yankee desde 1898 hasta hoy, de Cuba a Haití, de Nicaragua a Veracruz.

«Hace más de 30 años que lo conozco», contestó.

Hoy ambos, Paulino y mi padre, han muerto. Y los evoco como en aquellos años de 1970 cuando se encontraron y conversaron por casualidad y quizás por última vez. Don Paulino, 'Orta, el Independentista', como terminó siendo conocido en todo el Pueblo, dio la bienvenida a mis visitas al Comité Local del PIP desde que yo tenía la edad de poco más o menos de 16 años. Hizo que me sintiera vinculado a una causa mayor que yo mismo.

¡Cuán feliz era yo! Sentí que ya había superado la tempestad de la ignorancia, la desconexión y los instintos ciegos y brutales de Calibán. Adquirí un ego social para ubicarme en el mundo y comenzar a conocer. Según avanzaran los desafíos a mi adolescencia, nadie me faltaría el respeto, subiéndose a mis escasas barbas. Ni papá, con su timidez, se dejó, menos con Taro, quien tuvo menor educación que él.

No que Orta me lo dijera en esos términos, pero un pensamiento leído de Federico Von Schiller, sobre la noción del valor de un país y la juventud de quien lo sirve, me hizo que me acordara. Lo que una nación arriesgue y sacrifique que sea «con alegría», ya que así se medirá su valor.

Paulino Orta decía: «Si vas a servir a la patria, házlo con alegría. Que todo aquel que sostenga tu ideal sea como tu hermano, o a quien das de lo que tienes rascando el bolsillo, soltándolo todo, hasta el dinero». La patria es valor y sacrificio suena un poco más rígido que si dijera «que la patria sea tu alegría; bendícela alegremente aún en los días amargos». Peor aún: Patria o Muerte. ¿Que tal Patria y Vida? En los labios de Orta ésto habría parecido un himno, o un poema como la Oda a la alegría de Von Schiller.

Entonces, Reynaldo Acevedo Vélez y yo nos presentábamos como miembros de la JEIP (Juventud Estudiantil Independentista), el brazo en la escuela intermedia y superior del Partido Independentista). La amplia sonrisa y la alegría al vernos de Don Paulino fue algo memorable. Era como presenciar a un abuelo amoroso en el momento en que retoza con sus nietos.

Ibamos, por igual, con don Victor Cardona y con quiénes nos dieran, fiado o sin costo alguno, un par de bloques de papel y un par de estarcidos de mimeógrafo. Escribiríamos la propaganda de JEIP y distribuiríamos volantes. Al fin descubriría con alegría que, desde joven y con toda alegría, una de mis misiones con la nación sería escribir lo necesario, cantar los héroes, festejar las gestas heroicas del pueblo que combate la colonia y el imperialismo-capitalista sea cualquier punto donde esté.

No sé cómo mi familia tomaría lo que, con mis nuevas amistades, comenzó a surgir. Abrí la casa de mis padres a los compañeros, a los militantes. Que vengan a ella como si entraran a un cuartel de afiliados, jóvenes unidos por combatir el tipo de mentalidad que no es «ni carne ni pescado». Así decía Angel Ganivet, en 1894, cuando se hallaba ante exponentes de 'naciones artificiales' que no creen en su autoctonía ni su propia sustancia y con hombres que desean ser 'internacionalistas' o globalizadores cuando no han aprendido a valorar lo propio ni proteger lo suyo.

Así, poco a poco, cayeron para tertuliar, intercambiar ideas y proyectos, los primeros amigos y colegas; así aprendí yo a prestar los libros, a filosofar junto a compañeros que traté como amigos, en conjunto, a querernos. La patria es alegría y humildad, sobre todo. Todos éramos necesarios. Cada uno podía aportar, en cuanto lo que había maduro y próvido en ellos.

Don Paulino no era orador. No subía a las tarimas de la plaza pública ni para anunciar que en breve comenzaría el programa. Un mítin preplaneado. Siempre fue uno que vela y colabora, desde el más bajo perfil y anonimato; pero en la constancia de ese quehacer en militancia, fue número uno.

Según me dijeron Víctor Cardona Fuentes, ___ y Don Paulino, hubo unos tiempos en que mi papá daba su presencia, su voz a las tribunas y tuvo cargos de secretario de actas en el Comité. Tiempos idos y olvidados.

La acacia verde, el árbol cuyas hojas de verdor perpetuo son tan sagradas como el archivo cósmico, endebleció o se las llevó un huracán demasiado poderoso. A medida que, con el uso de sus amas y su capital, el imperialismo capitalista fue abatiendo más rincones del patrimonio cultural de Puerto Rico y el Caribe, de Latino América y el Tercer Mundo en general, Don Tito se aplacó. Cambió las prioridades de sus luchas. Vio cómo se manipulan los signos y símbolos de la comunicación social, cómo todo se tornaba en espectáculo y se controlaba la educación y la publicidad en todo para corroer la resistencia nacional y social de la patria y denigrar y escupir a todos y contra todo. La desinformación es omnipoderosa.

No que claudicó. Murió como el independentista y espíritu beligerante que fue. Tendría que dedicar unas parrafadas a explicar su distanciamiento.

Don Paulino, no. Ser transparente, fue el primero que me dijo que para luchar por la libertad lo que más se requiere, no es conocimiento, sino carácter. El carácter lo asoció siempre a la idea socrática de virtud y de lo que es la sensibilidad espontánea que se submite al Bien. Para él, la vida histórica es convivencia y no la puede haber, sin trascendencia. Es decir, sin amor.

El no quiso morir en pesimismo y los mensajes políticos del poder colonial, abiertos o encubiertos, jamás lo debilitaron. El representaba la Virtud. Su independentismo fue una ciencia de virtud. No una audacia presuntuosa. La virtud se muestra sin necesidad de que te instruyan en ella. Aprendió por si mismo esa ciencia, adquiriéndola del tiempo eterno, la continuidad manifiesta de su alma. Platón hubiera dicho al juzgarlo que nació con este conocimiento, cuando aún no era hombre o ciudadano: «¿Podrías decirme, Sócrates, si la vrtud se adquiere por la enseñanza, por el ejercicio, o se da al hombre por naturaleza, o si procede de cualquier otra causa?»

2.

Taro, aquel raro independentista

No recuerdo los apellidos de aquel hombre. Posiblemente, su nombre fue Arturo. Lo recuerdo por el apodo de Taro y su fisonomía. Blanco, de estatura mediana, pelo oscuro, semicanoso, con un bigote que lo hacía parecerse un poco a Pedro Infante. Algo más supe acerca de él. Fue compañero de mi padre durante el servicio militar. Ambos se estacionaron en la Zona del Canal Panamá, viajaron por Cuba y los Estados Unidos.

Al parecer, se conocieron desde niños y fueron amigos de toda la vida. Mientras mi padre utilizó los beneficios de G.I. Bill para educarse, Taro no. Bebía y echaba el plante; pero con mi padre seguía su trato, casi siempre cordial, aclaro y, para mi sorpresa, cuando más tensos, fue cuando conversaban sobre el imperialismo, el coloniaje que los yankees perpetuaban en Puerto Rico, la represión del albizuísmo y el fatalismo que se ha insertado en el alma borincana. Rememoraban la vida en el ejército, los noviazgos habidos tras sus regresos. Con el uniforme de soldado, ambos se sintieron unos rompecorazones.

Mamá decía que Taro era un vago. Un bueno para nada.

«Vestido de soldado fue que conquistate a Julita», le dijo Taro a papá, refiriéndose a mi madre. No escuché que mi padre se portara jactancioso con el tema de los amoríos, suyos o de ambos, antes de que mi padre contrajera matrimonio. Con lo que mi papá se entusiasmaba, hasta engolosinarse, fue con el tema de la posguerra, el intervencionismo en el Caribe y Centroamérica y el afán de quitar a Taro la amargura que lo impulsaba al apoliticismo. Seguía siendo independentista, pero dándole el voto a Muñoz Marín para que este país se acabe de joder.

Con el tiempo, después de leer libros universitarios que alguna vez fueron el currículo de mi padre, recordé los términos que él aplicaba a su amigo tan descorazonado de la vida y la política. Papá llegó a decir a aquel pobre sujeto, sin que él acertara a defenderse bien, que ya había sido tragado por un vulgo retardario, característico de la masa mayoritaria que se vende hasta por un vaso de agua. Redescubrí esas referencias leyendo la filosofía de Ortega y Gasset, porque, sin duda, El tema de nuestro tiempo fue un libro que influyó mucho a mi padre.

Taro indicó a mi padre que Muñoz Marín es el ídolo del país. El sujeto que, como pueblo, hemos consagrado y que hay razones para que ésto fuese así. «¿Qué hemos sido si no una masa lombricienta, hambreada, churrienta y mansa, con la que gente como Echeandía, Oronoz, García Méndez, Cabrero y las familias ricas, han jugado? Esa es la norma en el país, no me digas que no. Este pueblo fue una excreta antes que llegara a Albizu a sustituir a De Diego, Matienzo y Betances».

Papá podía asentir a todo éso, excepto al duro epiteto de excreta. No papá. El había dedicado poemas a los antiguos aguadores, revendones, comadronas, viejos maestros, dulceros, faroleros y, en fin, a la gente más humilde del Guayabal a Pueblo Nuevo, de Cidral a Mirabales. De Cheo el Oso, el zapatero, a Chalo Manchas, el dulcero. Que Muñoz Marín, por quien tuvo una admiración entrecomillada, resultara en los criterios de Taro una personalidad más enérgica, o una individualidad egregia, en términos orteguianos, superior a Albizu Campos, Don Pedro el Maestro, ya lo clasificó de una blasfemia.

No supe cómo ni de dónde sacaba mi padre el valor para enfurecerse y contradecirlo. Encumbrarse y consagrarse son dos cosas diferentes. A Muñoz Marín lo consagró el Imperio; o más bien, lo eligió y lo encumbró, así como antes hizo lo mismo con su padre de Barranquitas. Y la España de Práxedes M. sAGASTA también lo encumbró y lo enseñó a pordiosear con los cuentos de autonomía. Nunca de libertad plena.

«¿Qué Muñoz es más grande que Albizu? Don Pedro nunca se arrodilló ante ningún amo. Es el yankee quien le dijo a Muñoz lo que quiso que hiciera. Muñoz sólo corre a obedecer y a cumplir las órdenes de arriba».

Según ese Ortega que leía mi padre, los términos adecuados para describir a los patriotas puertorriqueños, de Betances a Ruiz Belvis, de Matienzo Cintrón a Pedro Albizu, fueron «espíritus de actitud beligerante», «corazones de vanguardia», «hombres de energía». Por desgracia, terminan siendo los mártires.

«¿Y te pregunto por qué, Tito? ¿Para qué sirven los hocicones y comecandelas si van a terminar como perros muertos?»

La última vez que mi padre y yo accedimos a una conversación de esquina, casi siempre en las proximidades de la "Fonda de El Veterano", fue en 1972

Mi padre hizo que esperara hasta que finalizara su ataque. Pienso que quería sacarse la espinita. ¿Cómo que proclamar a Albizu y los nacionalistas unos perros muertos? ¿Qué clase de sensiblidad vital tiene un hombre como Taro que un día, como hizo él también, aceptó el servicio militar, porque comprendió que a Hitler, a Mussolini y otros expansionistas criminales, a capricho, hay que pararlos, aunque también le cueste sangre a Borinquén?

A veces sentía que, con esos encuentros, papá me daba una lección de política. Hay que tener principios. No ser parte de la masa, sin tendencia profunda, que estuve oyendo en diversas ocasiones por la vía del Taro renegado. Una selva de insolencias en torno a unas problemáticas que él no había analizado bien. Lo que Taro articulaba por su boca es una filosofía primitiva que poco ha consultado el pensamiento de los demás, en especial, con los patriotas de fondo. Hoy lo que mi padre le dirá es que ya no queda en él, pobre Taro, otra cosa que su cadáver en un caño de tarugadas que son la ideología establecida. Es un colonialista más, uno que se engaña creyendo que no lo es.

Mi padre, sin embargo, se incluye entre la membresía de una minoría que se ha arriesgado a no ser entendida ni apreciada, así como sucede a los mártires, a los combatientes de valor egregio. Léase Albizu Campos. Taro es el representante de una masa de retaguardia que, en situación de peligro, huye. Papá acaba de decirle cobarde a un militar, a un veterano. Claro, con palabras finas. Y como él lo fue y lee, desde entonces, sobre las mismas intervenciones que los EE.UU. viene ejercitando militar y económicamente en el mundo, agrega que haber servido en la fuerzas norteamericanas, en su lugar, lo hicieron fuerte en un sentido muy profundo: el vulgo retardario hostiliza en cierto modo «y muchas veces es quien ladra a mis espaldas»; «yo sé que los pueblos son receptivos, si la causa es buena; las generaciones cambian; pero pueden convivir, si no hay charlatanería. Eso es lo que pasa. La colonia ya tiene muchos charlatanes, haciéndole daño, mordisqueándola aquí y allá».

«¿Desde cuándo estamos esperando que Concepción de Gracia haga sus milagros y petardos, Tito?»

«Cuando sea. Esperemos. Paciencia. Los reaccionarios los habrá siempre; pero, que tarde el fin, la consagración del ideal, no es para que estemos escupiendo sobre patriotas cuya vida personal e iniciadora ha sido la inspiración y el freno moral de otros canallas».

Por lo que tal día los percibí tan sensitivos, obviamente, no fue muy claro a la edad que entonces tuve. Sabía que alguna vez el motivo de su disputa podría reencontrarse en los periódicos. Retrotraeme en aras de la cronología a leer sobre el asunto. Sucedió en fechas en que todavía no tenía por costumbre leer la prensa diaria. Durante esos dímes y diretes de ellos, en lo que pensaba era que ambos competían por impresionarme con sus grandilocuencias callejeras. Pensaba que mi padre sabía más y se defendía con mejores recursos, porque Taro, según lo describiera mi padre, es el fatalista, derrotista, hijo de una masa mayoritaria, alimentada de muchedumbres difusas, que no entienden las actitudes de los filósofos beligerantes contra el pasado inmediato. Si alguien me hubiese dicho eso a mí, aseguraría que me dirían que soy el peor de los pendejetes. El tono de mi padre debió ser intenso porque todavía me queda por impresión la idea de que mi padre lo estuvo mandando para el carajo después de llamarlo cobarde, charlatán y crápula.

«Nuestro pasado inmediato es esta época, Taro. Después de la guerra mundial que peleamos, una nación hegemónica ya no sólo quiere a Puerto Rico como colonia permanente. El yankee lo quiso y quiere todo. La expansión del imperialismo capitalista apenas comienza. Esto te lo recita y lo comprende hasta el Loro Guillé. Un día se mete en Korea, dos días después en la República Dominicana, guerrea aquí y allá; pero, es con la destrucción del patrimonio invisible, intangible, cuando aumenta su poder y el nivel de su aniquilación de las culturas. Mírate tú, cagándote en los poetas y en los nacionalistas, en los únicos que son capaces de enseñar al país, quiénes somos, hacia dónde vamos y dejarnos así un patrimonio cultural que es lo único que tenemos que vale algo».

3.

La sabiduría de Don Tito

Indiscutiblemente, mi padre fue un hombre con dolores emocionales muy intensos. Desde niño desafié su coraza, la resistencia suya a que yo, o cualquier otro de sus hijos, su esposa, vecinos, familiares o amistades (dos o tres, al máximo), supiera sobre ésto y su por qué. Entender ese carácter que don Paulino Orta asociara, a la sensibilidad espontánea, a la convivencia, fue duro para papá. Aún así, era modesto, humilde a su manera. Era un ser moralmente adolorido que, si no se hubiera encapsulado en su propio ego, habría brillado muchísimo más.

Lo digo con tristeza porque este proceso duró tan largo tiempo que sólo la enfermedad, la diabetes, la pérdida de una pierna y su ceguera, pudo derribarlo como si fuera Nimrod. Aparentemente, éramos una familia o modelo de hogar feliz. Tía Carmen, su media hermana por los Colón, nos llamaban la Sagrada Familia. Don Tito (prefería ser llamado Don Víctor), sin embargo, practicaba la tiranía del silencio. Guardaba celosamente para sí todo. ¡Hasta las alegrías! A menudo, sin querer juzgarlo, supuse que tenía una doble personalidad.

Hasta donde pude entender entonces fue un Valedictorian. Se graduó con honores en la universidad. Amaba la historia universal. Cada hijo que tuvo fue bautizado con el nombre de un personaje histórico del que podía dar cátedra: Asdrúbal, Amílcar, Aníbal, etc. Dicho en broma, tenía ínfulas de generalazo cartaginés.

Fue un eficaz maestro de escuelas públicas. Enseñó en campo y pueblo, pero, sobre todo, regresar a las escuelas Sifre y Cardé, a enseñar a la gente de su Pueblo Nuevo y Stalingrado queridos fue su mayor orgullo. En versos rememoraba hasta las fachadas y colores de sus escuelitas y los apellidos queridos de niños a cuyos padres conoció: Matías, Urrutia, Malavé, Beauchamps, Cajigas, etc.

Papá fue responsable como proveedor para la familia. Fue hombre sin vicios, honesto, respetado públicamente, cooperador y servicial con el prójimo, buen vecino, al parecer, retraído y distante; pero, en lo profundo, cariñoso a ratos, con una fuerte sexualidad que tenía a mi pobre mamá preñada cada año. Sólo la salud de mi madre contuvo el ritmo. Ella fue la heroína de su defensa. Lo castigó hasta que su salud se compuso.

En algún momento de nuestras vidas, supimos que componía mucho más versos que los que conocimos. Que su silenciosa personalidad comenzó a filtrarse y desbordarse. Tenía sus salidas confesionales y creativas, mas todo bajo llave. En secreto.

Cuando ya tuve la oportunidad de leerlos, descubrí el amor tan grande que profesaba a cada uno de sus hijos, aún a mamá, a quien en vez de llamarla por su nombre le dio el calificativo de Eva. Hay una Eva, la madre juvenil de los versos que corresponde a los primeros años en que nos fue procreando, y una «Nueva Eva» que representa una etapa de libertad para su alma, de armonización profunda con mi madre (Doña Julia, Yuya). Mi padre terminó su enclaustramiento íntimo, al fin y agradeció ese ser divino que tuvo a su lado y que le dio tanta protección y cuidados abnegados durante esa etapa de abatimiento orgánico que le produjo la diabetes, al punto de perder una de sus piernas y la casi totalidad de su visión.

Recuerdo a mi padre, andariego, deseoso por cualquier pretexto de salir de casa y avanzar por el pueblo, a fin de toparse con alguno cuya conversación le agradara. Siempre buscaba a Taro, a don Francisco Torres, o al Veterano, de la fonda. A veces a Palilo Adames (antes de su infame tragedia). Le gustaba conversar con Chelao Jiménez y solía procurar a Andrés Colón, su mediohermano, y a su hermana de padre y madre, María López, casada con Vivo Valentín, así como a su primo Leopoldo Nieves, el de «La Trapera».

En los días en que rompió su amistad con Taro, aprendí a quererlo más. Comenzó a abrirse conmigo, a decir algunos secretos. Uno fue que tuvo suficientes poemas para un día convertirlos en un libro. Ese día confirmé que sus diálogos políticos con Taro, Guillermo y Palilo, tendrían que llegar a su fin. «Ya no los aguanto» y que, si por algo me llevó a escucharles, fue para que me politizara y supiera que él seguiría siendo independentista hasta la muerte. Los votos se los dio siempre al PIP. La carismática figura de Rubén Berríos lo llenó de un ilusionismo juvenil y cariñoso; verme en cierta militancia, desde los 16 años de edad, hizo que nuestra relación de padre e hijo escalara unos niveles de calidad y confianza que no esperé años antes.

Ante un hombre tan exageradamente reservado, a menudo impenetrable, de repente maldiciente, airado contra Dios, ¿de qué se dignaría a hablar conmigo? ¿Por qué no quitarse de encima a una ladilla intrusa y curiosa como era yo? Siempre estuve, más apegado a mamá, pero lo necesité a él. Escuchaba las exigencias de mamá y me parecieron justas al pedir cuentas, peleándole desde la privacidad de la recámara, a altas horas de la noche. ¡Díme si me amas, o déjame! Pero habla, habla. ¡No seas cobarde, por Dios! Lloré mucho por los dos; sufrí por causa de amarlos tanto y verlos separados por esa barrera de desconfianza y silencio.

Si él hubiera sido más comunicativo, habríamos sido una familia más feliz y menos despegada. Mamá me lo describió una vez: «Tito es matrero y cruel». En épocas de mucha tensión, en los primeros años de niñez, él quiso solucionarlo todo a correazos. Una que otra vez, quienes fuimos los primeros cuatro hijos, en especial Chato (Víctor Emilio) y yo, siendo que fuimos los más temperamentales y traviesos, o sedientos de cariño, tuvimos que arrodillamos sobre el guayo de los tormentos, es decir, una hoja de latón, con agujeros hechos a clavo y martillazos. Ahí nos hincábamos sobre el dorso sangrador por las horas que él dijera. (Bueno, ¿para qué exagerar?)

Hoy me sospecho que, en el pasado, la niñez de mi padre, hubo un patrón de castigo y crueldad, mucho más fuerte. Cristina, mi abuela paterna, es un misterio. Lo único obvio, por fotos y lo relatado por gente que conocimos, es que fue una mujer muy hermosa y codiciada que tuvo cuatro matrimonios. Papá fue, con tía María uno de los más jóvenes de sus hijos. Si tía María fue, como me dijeron, como una sombra de lo que Abuela Cristina fue de bella, comprendo el encantamiento de mi padre que creyó que nació de un ángel, rodeado por monstruos. Ella fue blanca, con ojos azules esplendorosos y un carácter seductor. Una tía paterna, hija de los Colones, dijo que no se explicó cómo de una mujer más pequeña que alta, surgía una autoridad más intensa que la de sus sucesivos maridos.

Había dos cosas que mi padre odiaba que se hiciera contra él, la agresión física y la mentira. Si bien mi padre alguna vez nos aplicó el guayo, suplicios tan típicamente representativos de la disciplina española del siglo XIX, o del novecientos, sufría al vernos sujetos a su castigo. Lloraba más que nosotros. ¡Mas, no te aflijas mucho, papá! Hicimos trampa y, a ratos lo utilizábamos al revés; lo volteábamos hacia lado que no hincara nuestras rodillas. Y cuando no estaba presente, al riserío y la payasada sobre un guayo que es una bobería, volvíamos Chato y yo. Más temor sentíamos a los correazos. Y siempre duele el ver humillado y con las rodillas sangrants

A Chato y mi mamá les confesé: «¿Sabes qué es lo que me provoca más miedo? Que no me hable. No saber qué piensa sobre mí». Mas burlar el ritual de castigo es burlar un poco la voluntad del padre y, sea como sea, que nos pegara de niños, aún siendo una costumbre en otras casas o épocas, fue una rareza que se hiciera por mis padres.

Tomó años, pero un día descubrí al verdadero Víctor, a ese padre que no cambiaría por el afecto del más perfecto y ejemplar de los padres. Un día tuve que decirle que lo quiero. Eres el más bueno del mundo: pero caminas muy ligero y me dejas lejos de tu paso; sólo quiero que le digas a mamá que la amas y que no la castigues, por lo peleona que es. Ella me dijo que te ama más de lo que crees. Ella se portará bien, como tú deseas, si se lo dices. Nunca antes salieron mis palabras más temblorosas de mi boca. Sí se hubiese negado, por lo triste y asustado que estaba, no sé si me hubiese suicidado. Había deseado muchas veces morir, o irme de la casa.

Hoy, al escribir estas cosas, muchísimos años después, recuerdo cuando dije a mi hija Gabriela, siendo ella pequeña: «Los correazos no se olvidan, aunque sean merecidos»; pero, con ella me bastó dar un consejo; decir a ella cada rato que la amo. Que no le jalaría ni las orejas para que me obedezca ni por más majedera que te hayas portado. Con ella, comparto recuerdos de cómo fue él especialmente; las imágenes que guardo, gratas o alegres, no cambiarán el hecho de que su abuelo fue un ser profundo, intenso, tierno a ratos; pocas veces jovial, pero sentimental hasta decir reviento.

A papá le conocí el rigor de su voz porque fue maestro y, en el salón de clases, sabía cómo convencer del hecho de que «aquí, yo mando»; con la reglita de madera en su mano, y su voz apasionada, él tenía su reino. Para conocer su voz, un día dejé la Escuela Ramón María Torres, donde cursaba el sexto grado y me fuí a verlo y oírlo. No sé por qué lo hice; pero me aparecí en su clase cuando él no lo esperaba. Fue un gesto osado de mi parte. Su voz fue especial; me pareció que nunca la había oído antes; la voz que salía de su garganta, cuando ya estaba en casa, fue un espectro, lo irreal de la voz suya en el aula. En su salón de clases, fue tan persuasivo. Tenía la atención de cada chiquillo. Hasta del más travieso. Les dijo: «Mi hijo Carlos ha venido a verles. El quiere ser maestro y me ayudará a corregir los exámenes desde hoy; así que traten de hacerlo mejor esta vez y con la mejor letra que puedan. Escriban muy clarito, sin garabatos. Si necesitan ayuda, díganle que venga y les explique».

Creo que mi visita a su escuela fue el primer paso para que me envalentonara de algún modo y, aunque fuese a temblor y lloros le pidiera, «quiere a mi mamá», «ella te quiere». Ese día, en la noche, me pidió que le ayudara a corregir los exámenes que trajo y, más tarde, que le dibujara uno de los paisajes que yo hacía, con árboles y vacas alrededor de una casita. Había comprado crayolas, cartulinas grandes y papel suficiente como para que dibujara y coloreara hasta que me cansara. Sin que me diera cuenta, dediqué toda una tarde y una noche a él, a estar cerca de él y obedecerle en todo. Quizás, al otro día, me atrevería a comunicar mi pedido. Mientras trabajé junto a él como su ayudante, corrigiendo exámenes y haciéndole mi infantil esbozo de paisaje, repetía en mi mente como quien ora en silencio: Quiere a mi mamá; mi mamá te quiere.

Lo que sucedió ni me lo esperaba. Una vez terminamos, deseoso yo por cansacio de irme a mi cama, él abrió un archivero de metal, color verde, que estaba al lado de un chinero, detras de la mesa del comedor. Esta mesa nos servía de escritorio. Sobre ella, él hacía la planeación de sus clases para el próximo día y todo lo que hace el maestro que prepara sus materiales y corrije exámenes y califica a los estudiantes.

«¿Qué es eso dentro de los sobres?»

De unos carpeteros había sacado cierta cantidad de sobrecillos, casi transparentes. Me mostró una colección de tripas de ombligo, adjuntas a los mechones de pelo, de cada uno de sus dueños. Lo que reparé es que había una tripita de ombligo que correspondía a Asdrúbal. Al fin, me comunicó personal, oficial y directamente, que mi primer hermano murió a los tres meses de haber nacido. Y que el gesto de guardar el ombliguito de cada uno de sus hijos, con el primer mechoncito de pelo, tras el primer recorte, tenía un significado de amor para él. «Este es el tuyo», con el pelo más blanco entre todos.

Fue un signo de confianza que me permitiera abrir el sobre. Tocar una partecilla de lo que fue mi ombligo de bebé y acariciar un cachito de mis cabellos, los que tuve a la edad de un año.

«Todavía eres el más canito, con la carita de loza».

Ese noche, cuando me acosté, me sentí más importante que mis hermanos mayores. «Papá me enseñaba sus cosas secretas». Sería mejor que me callara, sin decirlo a ninguno, no sea que se enojara. Sí. No diría que ví los ombligos de cada uno ni sus mechoncillos de la infancia. Fue un sentimiento de dicha mutua. Papá se portó tan dulce y gentil que su voz cambió. Le pedí la bendición, costumbre que ya habíamos perdido. Me besó. A veces sentía que él lo hacía estando yo, dormido o semidormido, muchas horas después de haberme acostado. En fin, descansé de la desazón de no hacer mi solicitud que tenía en el entrecejo. Empero, no me sentí frustrado. El me dijo que me amaba y, del mismo modo, a todos sus hijos. «¿Y entonces por qué no a mamá?», pensaba. «Ella es más buena que nosotros».

Con este sentimiento, me dormí.

Mañana volverá el burro al trigo.

3.

Seres amados de su folclor

*

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