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El asesinato
Confieso que utilizando el microscopio he visto la oosfera dentro de las gamias. He localizado los zigotos en marcha y he visto los gametangios, masculinos y femeninos, a ese nivel minúsculo de la oogama y los flagelos; pero nunca a partir de un muñeco de felpa o peluche.
Mi hermana puso sobre la cama una hermosa criatureja. Un ser extraño que terminó siendo una coneja. Me asomé a su habitación, donde escuché unas voces desconocidas.
Ahora me vería en situación extrema. Deseaba matar y fornicar. Odié el mundo. Me enojé con los cielos divinos, peleado con la filosofía y el consuelo. Estuve dispuesto a explicárselo a alguno: el pájaro negro sufrió un gamobio. Lo ví entrar por una ventana. Y halló refugio en el cuarto de ella, mi hermana, dentro de esa mona que trajo, ese muñeco con pilas en el culo.
«¿Te gusta la coneja?», me preguntó.
Veo una gama...
«¿De qué me hablas, mi amor?», preguntó la zonza.
Cuando dice mi amor, verifico que no está enojada. Que la puedo tocar y besar, que poblaría mi mundo con sustancia, que puede ser invencible y aún morir conmigo.
«Te compraré una Coneja más grande que ésa, que tenga una voz grabada, que no sea tal chilladero, con las pilas insertadas en el pecho, porque el asunto de atizarla no te late», me dijo. No tiene que comprarme nada. No lo he pedido.
Eché mis ojos escrutadores sobre ella. Se echó a reir la maldita y preguntó: «¿Qué ves a la mona? si está resimpática».
Okay, nada, dije, pero ya había pensado matarla y la pedí prestada. Asesinaré lo que dentro de ella se haya metido.
2.
Don Nadie me llamó con la voz de Gabi Ruffo. Me senté en la bacineta, cagado de miedo. No salió ni mirringa. Entonces me desvestí y entré bajo la regadera, con el chorro a todo hender y el agua fría. Y cepillé mis dientes y me vacié unas gotas de medicamento en mi ojos. Me traicionaron los nervios. Otra vez quise echar unos pedos. Abrí la puerta y estaba allí. Ví a la gama, expresando una animación inesperada. Se estuvo masturbando y ahora jugaba con una de las pilas.
Aluciné con una camélida, con dos cuernitos y las ubrecillas con manchas blancas. Cerré la puerta y metí otra vez mi cuerpo, si es que tengo, bajo el chorro de la regadera porque el agua fría me quita las ganas de llorar y los delirios alucinatorios. Me escondía bajo la toalla cuando escuché la voz de Leticia Calderón. Pirri, ven.
Mi hermana ya se había encerrado en su habitación. Supongo que dormía. Sólo que la voz que escuché fue inconfundiblemente la de ella. Mi hermana platica ronquito como Leticia. Seguramente, me regañará porque el muñeco se volvió una camélida. El ser es pura gamucería, maldita sea. Y yo soy un mal compromisario. He debido matarlo, pero el ser-en-sí se va queriendo irse, se corona en sus tormos lógico-trascendentes. Me engaña. El animalejo aseguró que, si lo mato a él, me haré ologámico y ovocelular. Nacerá una variedad de limos sobre la piel de mi pecho y otras levaduras. Me hechizará. Seré un sátiro. Después seré echado a una fosa, junto con alacranes y darán mis vestidos de Calvin Klein a los pordioseros... porque mi jefita es creyente y ofrenda mucha caridad a los pobres. Aún mi madre me despreciará y no querrá un recuerdo mío en la casa.
A las siete de la noche, me acosté al lado del ser. Yo había planeado matarlo. Fuí a la cocina y busqué una daga turca y un trapo para meterselo en la boca. La celada fue perfecta. Sí. Había prometido que cuidaría de su camélida, aunque usted sabe, fuese pez o rana quería matarla... Ella tuvo la noche libre en Xtabai, club nocturno donde administra y gana mucha plata. Estaría al pendiente de mís delirios alucinatorios. Creyó que el único reparo mío al monigote fue que tenga las pilas metidas en el culo. Se llevó las pilas a su habitación para que yo no cediera a la manía de meditarlo demasiado. No sé cómo salen las pilas de las ooscitas.
Dormir con la gama no es lo mismo que dormir con el mono de peluche. Yo lo sé. Creo ser lógico. No pegué los ojos un segundo. Casi a las doce de la noche, me encaramé sobre la gama. Metí el trapo en su boca y acallanté la voz de Gabi Ruffo, con que me dijo: No me mates, Pirri. Puse la daga en medio de su entrecejo, dispuesto a sacarle los ojos y los sesos, a cuchilladas.
La gama, con la pata izquierda, me empezó a rozar el carajo. Y levanté la daga para clavársela en los ojos. Con una patada, más rápida que la puñalada anunciada, el animal tiró mi cuchillo fuera de mi puño. Sentí cuando pegó en la pared. Mi mano quedó entumecida. Lo descubrí al apoyarme sobre el colchón para bajar del lecho e ir por la daga. La bestia se puso en cuatro patas. Corrió de un lado a otro. Rumiaba con pánico para que Tío Lucas o Catherine despertaran y vinieran a mi alcoba. Encendí la luz y la ví brincar una y otra vez sobre la cama. Echaba los bofes para zafar el trapo de gambruna que le hundí en la jeta.
Cállate, le dije. Te odio y ella rumió: Te amo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, como Leticia en las telenovelas. Para probar que me amaba, el ser salió de la gama. O mejor decir, fue un pedo. Se paró en una esquina. Y ví la estopa, amasijo de ralas greñas del espectro. Pretendía ser una mujer. Quiso engañarme con su apariencia virtual. Sólo que parecía un monigote, un espantapájaros.
No me mates, Pirri. Necesito el ser para ser vida.
Mi corazon se abrió con primitiva osadía. Como la de los que han sido llamados a ver cómo se les corta la cabeza, se les escupe el rostro, se les queman los ojos y los huesos. Mi corazón dijo: Tú o yo: ambos no podemos ser. Quise morir, o matar.
Te veo cara a cara, por primera vez, en 15 años, tocayoh del rencor. Te veo, enemigo, con tu cuerpo de pánico. Te veo celoso de las riquezas que yo tengo en mi cuerpo. Has aniquilado, poco a poco, mi concreto espíritu de moléculas. Quise decir, ATP.
Lo dije con mis manos listas para asesinarla. Y se metió otra vez en la camélida.
Déjame alojar aquí. No tengo dónde ir.
Me acerqué, brinqué sobre ella al saber que se metió dentro de la gama y golpeé su hocico. Luego puse mis manos alrededor de su pescuezo y apreté. Cerré mis ojos para oprimir con fuerza. Sentí el trapo que rozó mi brazo. Estaba lleno de las babas de aquella bestia. Ella no opuso resistencia, excepto que con la voz de Gabi Ruffo me susurró: Te amo, amor.
Fue su golpe más rudo. Me conmoví y me puse a llorar.
3.
Me tendí sobre la cama otra vez, mansamente a su lado.
¿Para qué me ha servido el odio, maldita seas, si no te puedo matar? ¿Cuál será mi defensa ante el sinsentido y el caos con que has condenado mi vida a la esquizofrenia, al dolor, al hambre eterna de certidumbre?
... Tú has inventado una personalidad más fuerte que la mía y, en vano, me alimento del propósito de vencerte algún día. Eres adversaria de mi corazón. Me díste el odio por herencia. Mi corazón se abre antes de irse al vicio de tus violencias y, desde el círculo que me abres en la angustia, me borras el punto más luminoso. Me quitas de la memoria las palabras necesarias para encarnar el dios que yo soy, imperio adentro, molécula por molécula. ¿Con qué derecho me has herido y mortificado? ¿Por qué te opones a la osadía de mi libertad, a que yo vea mi grandeza dentro de la finitud? ... dialogo con dios, conspiro contra él, vivo con él, refugiado en sus mandalas, que son la tangente infinita, el Universo galaxia por galaxia, cuando mi corazón se abre... pero tú lo cierras. Eres tú quien lo cierras. Dios da reversa a toda entropía y tú me cortas en pedazos, con la muerte que prefieres... Definiste la locura para los hombres. Te escondes y ellos dicen: No existes; pero yo sí te veo, invasor.
Me opongo a tí. Te persigo. Te denuncio... Me aferro a lo primariamente mío y me das castigo. Quisiera no sentir el dolor, dejar de ser el solitario del bosque que formas de mis poros, pero me has debilitado y ya dios no se piensa en mí ni me reconstruye para la eternidad, porque tú estás alojado en mí y a mi corazón has cerrado... Con el corazón abierto, tengo hambre de sustancia divina y el tiempo es diferente al tuyo. Tanto que ya no existes, ya no dueles, ya no amenazas... Invento las eternidades más supremas que el tiempo, más amplias que el espacio. En ese punto de luz, tú no cabes, yo sí me cuelgo de las piernas.
Me niego a compartirme con tu mundo, mientras tus falsas palabras me enmudecen. Calla tú, Don Nadie. Tú eres estopa y el viento te revuelca y te defleca, espantajo, porque hablas contra mí y no en mi nombre.... Con el corazón abierto, te venzo por momentos. Se me confirma que no puedes trascenderme ni puedes evadirte del gesto y del discurso. Vives del grosero rendir cuentas al Establecimiento, siendo-uno-con-otros. Apegado a lo más miserable de la costilla humana, otros aplauden la Felicidad, el Orden y Tus Mentiras. Me has dado un vivir sicológico, primitivo y vulgar, al que has desacreditado, para la burla de los dos, porque tú malvives conmigo. El dios, concreto y solitario, te odia igual que yo. El que es mayor que tú es mi cómplice. El ora por mí, cuando yo no puedo contra tu arrimo cochambroso, y yo rezo por él para que sea su mano la que te clave la daga y te corte la presencia que fundaste en mí.
He llegado a amarte, dijo.
Mentira. Los simboleros del Poder Nietzscheano, los que adoran el control absoluto y la doctrina del conocimiento sin corazón, no aman. Saben que yo, profeta de la cueva, sufro el dolor de la auto-afirmación. Soy el rival. Tengo la soledad por herencia y el coraje de revelar con odio tu sombra. No me deleito en la Nada pura que llamas tu Ser Puro, entelequia falsa, supremo monigote. Tiranos celestes, basta. Ya no me quemaré en la angustia que propones como el castigo a mis rebeliones. Maldito sea tu infierno.
Véndeles el Gran Pastel y el Paraíso a tus cómplices en las Tierras del Despojo. Véndeles el Infierno que fundaste en la Tierra. Dáles el placer a los teólogos del Senedrin, a los piadosos con panderetas y piruetas de moscas-muertas. Yo soy el Homicida decidido a matar tus ídolos de Asera y tus dioses de pure nothingness.
¿Para que rozas tu pata sucia de camélida sobre mis muslos? Tú no eres, Gloria Trevi. No me gustas. Sacúdete. No podrías vivir en las cuevas conmigo. Te gusta mi chaquetón de Cavaricci, mis camisas de corduroy, te gusta el acomodo, por envidia. ¡Pues invéntalo todo, pero déjame! Tú huyes del hambre y no tienes alma...
El airado que vive en las cuevas, con una piel de leopardo sobre el hombro, es de corazón dulce, de mirada curiosa y su concreta imaginación no se utiliza en las fiestas que anhelas gozar, por medio de mi cuerpo. Allí seré burlado. Mis palabras no se escucharán. Los inmundos querrán mi cuerpo. Me pedirán los adornos. Se llamarán amigos de todo lo que me sobra, nunca de lo que me falta o anhelo. El indio es pobre y su riqueza es la profecía con que te condena. Mi eternidad no tiene amigos. Yo no soy el seductor de los frívolos.
Los migajeros de Providencia son supersticiosos y aparentan ser mansos. No me engañan. Son como tú, don Nadie, muy cobardes. Airado estoy de tus rituales y las carnadas de tus símbolos y tus místicos trapos. No creo en tu espíritu. Tú no eres ángel. Tú no tienes alma. Eres la pobreza en plenitud. Confiado de la muerte (porque ella mi casa conoce), cuyo masquil pusíste en mi boca como salmo, no anduve en grandezas, no acumulé tesoros ni cuentas de banco. Tampoco pedí las cosas demasiado sublimes. Quise lo que el hombre visible rechaza. No me has permitido ser visible. Me condenaste. Me mostraste el pan de dolores y, al dolor, admití para dañar mi luz y hacerme sombra. Colocaste tu alimaña heboide y me hicíste un niño destetado que llamó a la hormiga, hermana, y a la culebra, santa y vital para mis manos. Preferí la cueva por habitación y me vestí de piel de oveja y ornamenté mis soledades con silencio.
Confiado en la muerte (porque la prometíste como reposo y puerta al gozo de otros mundos), te creí y me entretuve, leyendo y leyendo, sin construir el mundo que yo anhelé o sigo anhelando. No hice la guerra por lo que estuvo guardado como sacudimiento para mi victoria; pero, con la paciencia del tullido que no tiene, por su parálisis, fortaleza en sí, te dije: Peléame tú, adelántame, aferra tú mis manos en la rivalidad y rescata mi porción.
Me dejaste abanicado, traicionado. Solo con los que me gruñen, con el rival que cela sus cohechos, con el adversario que miente, vestido de santidad, cuchillo en mano. Entonces, supe que no eres transparente y que has paseado con mi cuerpo por Egipto, que es la objetividad subyugante de los prudentes. Maldita sea la prudencia geométrica de Maat... hasta, el más imbécil eunuco, se enteró que mi honra arrastraste, diciendo que yo dije ... yo soy dios, o agente del Orden Eterno y doy la regularidad que gobierna los espacios y las horas. El ritmo del Nilo moja mis pies y me permite el trigo, los dátiles, las cabras que brincan en las eras. El Nilo en el cielo es la lluvia milagrosa del desierto.
Dijíste cosas que no dice un profeta de las cuevas, en sus días pasionales y agónicos. Maat no significa nada. El tullido, por tus burlas, desespera y el tecolote canta para que el indio muera... Como estatua funeraria me dejaste. Me exhibíste en la deshonra de las palabras de opresores y, por eso, llegan los prudentes a cobrarse las cuentas y a soltar los escarabajos a mi cueva y describen la muerte, vulgar y desconocida, que tú platicas. Horus está pudrido hasta la peste y los cultores del ritmo inmutable, los faraones amaestrados en tus mentiras, escriben hieroglifos diciendo que yo soy el culpable.
¿Don Nadie, por qué has mentido? Desmiéntelos. Detrás de la morada de roca, a la luz del sol perpetuo, al ritmo del Creciente Nilo, la rigidez no existe. El trabajo es afán. El dolor es intenso. La cara sufre arrugas y los labios se doblan en muecas. Al castillo en lo Eterno, la pirámide que es tu rascacielo, tu arrimo de Ser Puro lo empobrece. El alma no asciende y el cuerpo no se perfuma. No prediques «no temas»; no tientes a otros, igual que a mí. Al contrario, llámalos a la verdad: i>«Que la muerte les sorprenda; desciendan vivos al Seol». Tú, el tentador, apelas al Yo soy con que te alojamos, confiados en tí como en la muerte y, en cambio, brindas los delirios como recompensa:
... Dí que estas piedras se conviertan en pan, porque hoy te duele la injusticia de los administradores y aún las migajas de sus hurtos y recaudaciones se cobran. Que no gobiernen para tí, sino que gobiernen para sí, sólo para sus cuerpos, con la miseria lejos de sus orillas y, en la más lejana ribera, tú con Azazel, el demonio del desierto. Dí que se arranque del suelo los más frondosos árboles. Que la gravedad no jale sus raíces al corazón de la sed... Porque yo, con el corazón abierto, tengo el manantial amargo por las ganas de asesinar y hacer justa venganza de los engaños que has cometido, a mis costillas; pero también tengo las aguas dulces... Te ví, espantapájaros, y ni a tecolote llegas. Eres, por causa de tus lujurias, una masa de estopa, la caña enjuta, el helecho seco, el árbol sin frutos.
*
Del libro inédito: Leyendas históricas y cuentos coloraos, de Carlos López Dzur
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Carlos López Dzur / Correo
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